Habían llegado como una tormenta fugaz. Una lluvia de fuego, un torbellino de azufre, un rugido que les hizo caer al suelo tapándose los oídos. No pudieron reaccionar.
Los establos ardían elevando una columna de humo negro hacia el cielo, como un grito de auxilio que desgarraba el suave azul celeste del firmamento.
No los habían visto llegar. Los vigías caían de las torretas como si fueran naipes, empujados por el fuerte viento que levantaban las alas de los invasores.
Elspeth lloraba aterrada viendo como la paja ardiente que tapizaba el tejado del establo volaba por las batidas de alas de las bestias, extendiéndose a los edificios contiguos, entre ellos, su casa.
Dragones. Los bardos cantaban antiguas canciones hablando de bestias color metálico, que volaban y escupían el fuego del inframundo por las fauces. Cuentos en la posada, propiedad de su padre, que había oído a hurtadillas por la noche.
Nunca había pensado que fueran así. Eran enormes, con decenas de ojos brillantes. Se movían rápidos, con un estrepitoso aullido constante. Y había cinco, uno más grande que los demás, de color negro. El resto eran del color de la plata vieja.
La situación la superaba. Allí estaba la joven, con sus trenzas rojas despeinadas y la nariz pecosa fruncida, intentando reaccionar. Las lágrimas cubrían sus ojos verdes, cayendo a goterones por sus mejillas. No podía moverse. Temblaba de miedo, y estaba allí, delante del granero, mirando las bestias de panzas gordas que destrozaban su aldea.