jueves, 2 de junio de 2011

Terra


Habían llegado como una tormenta fugaz. Una lluvia de fuego, un torbellino de azufre, un rugido que les hizo caer al suelo tapándose los oídos. No pudieron reaccionar.
Los establos ardían elevando una columna de humo negro hacia el cielo, como un grito de auxilio que desgarraba el suave azul celeste del firmamento.
No los habían visto llegar. Los vigías caían de las torretas como si fueran naipes, empujados por el fuerte viento que levantaban las alas de los invasores.
Elspeth lloraba aterrada viendo como la paja ardiente que tapizaba el tejado del establo volaba por las batidas de alas de las bestias, extendiéndose a los edificios contiguos, entre ellos, su casa.
Dragones. Los bardos cantaban antiguas canciones hablando de bestias color metálico, que volaban y escupían el fuego del inframundo por las fauces. Cuentos en la posada, propiedad de su padre, que había oído a hurtadillas por la noche.
Nunca había pensado que fueran así. Eran enormes, con decenas de ojos brillantes. Se movían rápidos, con un estrepitoso aullido constante. Y había cinco, uno más grande que los demás, de color negro. El resto eran del color de la plata vieja.
La situación la superaba. Allí estaba la joven, con sus trenzas rojas despeinadas y la nariz pecosa fruncida, intentando reaccionar. Las lágrimas cubrían sus ojos verdes, cayendo a goterones por sus mejillas. No podía moverse. Temblaba de miedo, y estaba allí, delante del granero, mirando las bestias de panzas gordas que destrozaban su aldea.

La puerta del granero se abrió con un estruendo, enfrente suya. Como una imagen sacada de una pesadilla, los caballos envueltos en llamas corrieron buscando su salvación.
Crines encendidas y carne quemada se precipitaban en estampida sobre ella, que estaba terriblemente paralizada. Los pesados cascos aplastaron al panadero, que estaba cogiendo agua para intentar apagar el fuego. Cerró los ojos y se agarró el vestido con fuerza, esperando un brutal impacto que acabase con su vida. Un viento abrasador paso a su lado, el suelo retumbó con fuerza, los relinchos de agonía casi le dejaron sorda… apretó tanto los dientes que la mandíbula se le entumeció.
Abrió los ojos.
Estaba viva. Los caballos habían pasado milagrosamente a su lado sin hacerle ni un rasguño, y habían continuado su espantada apocalíptica.
Agradeció a La Diosa su merced y se obligó a moverse para ponerse a salvo. Se refugió detrás de uno de los arcos del templo, el único edificio hecho por completo con piedra y que por tanto no podía arder.
Todo a su alrededor era caos. Las mujeres corrían con sus hijos en los brazos, las ancianas lloraban delante de sus casas en llamas. Los niños perdidos lloraban en las esquinas llamando a sus madres, y los hombres corrían a por sus arcos de caza en un intento desesperado por defender la vida de sus familias.
Un cuerno de guerra sonó desde una de las almenaras. El vigía gritaba desesperado a la defensiva. Los aldeanos se cuadraron, tensaron la cuerda del arco y dispararon la andanada de flechas. Para su asombro, las flechas se partían, pues la piel era dura como el diamante.
El dragón vomitó un chorro de fuego de color naranja azulado, que incineraba todo lo que tocaba. La bocanada cayó sobre algunos de los arqueros, y por mucha agua que se le arrojase o mantas que envolvieran su cuerpo, el fuego no se apagaba, como si de una magia oscura se tratase. Allá donde caía el fuego, todo quedaba envuelto en llamas, ya fuese carne, madera o el propio suelo de tierra. El vigía volvió a tocar el cuerno, pero esta vez indicando la retirada.
Elsphet se acurruco en el arco del templo. Todo el mundo corría hacia la salida del pueblo, pero algo le decía que debía estar quieta, algo pulsante en su pecho, justo al lado del corazón. Un presentimiento tan poderoso como el instinto.
El dragón negro se situó justo en la plaza, y la panza se le abrió para asombro de la niña. En vez de vísceras, de sus entrañas se extendieron cuerdas, por las que bajaron unas sombras con vestimentas de color negro y yelmo de cristal. Tomaron tierra, y a pesar de llevar una especie de armadura opaca se movían rápidamente. Cogieron de la espalda un arma parecida a una ballesta. Apuntaron.
Ante los ojos de la niña, las ballestas dispararon flechas de fuego, de color rojo brillante, que al impactar dejaban un agujero humeante en la carne.
Poco a poco vió como las ballestas de conjuros mataban a sus vecinos, a sus amigos… a su padre. El conjuro impactó en su cabeza. La luz se podía ver a través de la cuenca del ojo.
Elsphet sintió que algo estallaba en su mente, mientras veía el cuerpo de su padre, inerte en el suelo. El pavor desaparecía poco a poco, para convertirse en terror. El terror se disipaba, convirtiéndose en miedo. El miedo se sofocó, convirtiéndose en serenidad.
Los extraños apuntaron a los niños, que se aferraban a las faldas de sus madres.
Elsphet lo comprendió todo.
- ¡Parad!_ dijo la niña a los intrusos, y se oyó hablar en una lengua extranjera_ ¡Parad, os ordeno!
Las criaturas le miraron, y bajaron sus armas.
- Aquí estoy. Me buscabais, ¿verdad?
Todos se quedaron quietos. Los aldeanos se arrastraban heridos. Las mujeres sollozaban y extendían sus manos a la pelirroja con el rostro tornado en pánico.
Uno de los enemigos se acercó a ella. Andaba como un hombre, y cuando se acercó vió a través del yelmo transparente que se trataba de uno. Le miró a los ojos, y este apartó la mirada, mientras que la tomó del talle con su fuerte brazo. Elsphet se elevó en el aire, en brazos del soldado que estaba suspendido por una cuerda, siendo succionada hasta el estómago del dragón.
Una vez dentro se sorprendió. No había carne, ni un corazón palpitante. Dentro solo había hombres y luces de colores. Algo dentro de su cabeza se encendió. Un leve recuerdo. No era un animal de leyenda, sino un artilugio.
- La hemos encontrado_ dijo el soldado, y aunque hablaba en un idioma extraño lo entendió_ Volvemos al campamento.
La joven se acurrucó en un lado. Todo el mundo le miraba.
El soldado se acercó a ella.
- No tengas miedo. Vuelves a casa.
El viaje duró horas. A través de lo que ella pensaba eran los ojos del dragón, pudo ver el paisaje. Se desplazaban por el aire a una velocidad vertiginosa. Esquivaron el Monte de las Luces, sobrevolaron el Bosque Negro, y llegaron al Lago de Cristal, que estaba a un mes de camino de su poblado. El artefacto se posó sobre el césped verde que recubría la orilla del místico lago. Donde antes estaba el templo a la Diosa Madre, ahora había una estructura extraña, similar al material de los falsos dragones.
Todos desembarcaron. Se sintió rara, pues a su alrededor veía hombres y mujeres en armadura negra y ella era la única que llevaba un vestido de lana. Todos llevaban esos yelmos transparentes, y todos apartaban la mirada al ver dentro de sus ojos.
La condujeron a una sala, dentro del edificio. Por fin llegaron al destino. El soldado puso el dedo sobre una cajita, que sonó con un “bip” e hizo que se abriera la puerta. Era tan extraño pero tan familiar…
Dentro había una mesa de madera, y un hombre de extraña vestimenta le dedicó una sonrisa. Era viejo, tan anciano que podía haber visto ochenta primaveras.
- Querida_ dijo con lágrimas en los ojos_ Pensé que iba a morir sin encontrarte.
- Anciano, no te conozco_ respondió Elsphet educadamente.
- Claro que no… claro que no_ dijo clavando sus ojos en el infinito, como si recordase algo_ Pero, ¡que desconsiderado! Pasa por favor. Sientate.
La chica se sentó en una de las butacas. El soldado se puso en una esquina de la sala, firme.
- Oh, espero que el Capitán Red le haya tratado bien. Es todo un caballero, me pareció el más idóneo para acompañarte.
- Sus hombres masacraron a mi pueblo_ dijo con frialdad, pero ciertamente esas almas perdidas le parecían muy lejanas, y el hecho sin importancia apenas.
- Sin duda tuvieron que hacerlo. No dejarían que nos lleváramos el tesoro más grande de este planeta. Pero empezaré por el principio, Terra.
Una sensación recorrió su cuerpo haciendo que el vello se enervase. Terra… tan lejano pero tan conocido. Un recuerdo enterrado en su memoria, a punto de emerger.
- Veo que nadie te ha llamado así por muchos años. Dime Terra, ¿por qué te fuiste? Hemos recorrido tres galaxias antes de dar contigo. Han pasado muchos años, exactamente tres milenios. Nos dejaste abandonado como un bebé sin leche.
- No os merecíais mi presencia_ dijo, y las palabras salían de su interior, como el agua que brota de una jarra cuando esta está llena.
- ¿Sabes? No puedes escapar de nuevo. No ahora. Este mundo es joven, demasiado joven, y has gastado la energía que te quedaba en hacerlo brotar.
- Me intentasteis matar_ respondió, y la energía que ponía la piel de gallina comenzó a cosquillear en sus dedos.
- Terra vuelve. Te necesitamos. Apenas hay árboles fuera de los invernaderos. El sol devora los montes convirtiéndolos en desiertos. El agua dulce se evaporó hace mucho, y tenemos que destilarla del mar. Ya no hay apenas recursos fósiles, sobrevivimos con la energía solar y la eólica. Los huracanes campan a sus anchas donde antes habían ciudades.
- Sabíais que acabaríais conmigo, pero no hicisteis nada por evitarlo, así que me fui antes de que todo fuera tarde.
- Nuestros antepasados obraron mal, pero hemos cambiado.
La furia recorrió la espina dorsal de Elsphet. Algo se liberó en ella.
El viento golpeo las ventanas haciendo que el duro cristal estallara en pedazos. El aire levantó los papeles de la mesa.
- ¡¿Qué habéis cambiado?!_ gritó, y sintió ese instinto, esa presencia hacerse con el control de su cuerpo_ ¡ Tus soldados acaban de rociar con napalm a padres de familia! ¡Descargaron sus cargas laser contra nosotros!
- Son daños que hay que asumir para la supervivencia de la Tierra.
- ¡¡Yo soy la Tierra!!_ gritó con una voz de ultratumba, y el suelo comenzó a temblar_ ¡¡Yo soy la vida!! ¡¡Yo soy la humanidad!! Se os dio la oportunidad. Matasteis mis bosques. Violasteis mis mares. Fundisteis mis lágrimas de nieve con el humo voraz de vuestros coches y aviones. Miles de animales cayeron en el olvido para no volver jamás.
El Capitán Red apuntó con su arma a la muchacha y disparó.
De repente se sintió muy cansada. Elsphet cayó al suelo y se durmió.
- Señor White_ se dirigió a él el capitán_ Siento haber tenido que recurrir a los dardos tranquilizantes.
El anciano le miró, inquieto.
- No pasa nada. Quien iba a pensar que la pura esencia de la vida se durmiese con dardos tranquilizantes… o al menos su envoltura de carne. Haber elegido, vida tras vida un cuerpo humano para perpetuarse en este planeta. Haber invertido su potencial en escapar y construir una civilización exenta de tecnología a dos mil años luz del Sistema Solar… por fin lo hemos conseguido. El corazón de la humanidad, la vida en estado puro.
El capitán le miró satisfecho.
- ¿Y qué pasará ahora, señor White?
El anciano sonrió presuntuoso.
- Volveremos a la Tierra, y con su llegada volverá la estabilidad a nuestro planeta natal. Engendraremos hijas y esparciremos sus cuerpos por los demás planetas del sistema. Su semilla será usada por el bien de la humanidad. La mantendremos dormida, dormida para siempre, congelada en este cuerpo. Será tan inmortal como nosotros.
Un estruendo horroroso sonó en el patio.
- ¡Mi señor!_ gritó un soldado abriendo la puerta de un golpe_ ¡Nos atacan!
Sorprendido, el capitán Red se dirigió fuera para combatir.
- Aquí está seguro, señor… aguarde a que volvamos_ y tras decir eso, se marchó.
El señor White se asomó a la ventana. No podía creerlo.
Sus abuelos le habían hablado de ellos. Grandes, poderosos, como solo pueden ser las criaturas de los cuentos para niños. Dragones.
Los había de todos los colores. Rojos, azules, verdes y dorados. Naranjas, negros, dragones amarillos y violetas. Descargaban bocanadas de fuego esmeralda, y susurraban palabras entre los dientes afilados, palabras que hacían que los tanques se aplastaran como una lata de aluminio y que la tierra se abriese para tragarse un batallón de soldados. Magia.
Una mano fría le tomó de la chaqueta.
- No creías en todo esto ¿verdad?_ dijo Elspeth.
Pero ya no era una niña, sino una joven desnuda, de piel blanca como el papel y los ojos verdes como las hojas de los árboles, y los labios rojos como las manzanas maduras. Su pecho era rosado, como una flor recién florecida. Sus palabras, confortantes.
- Soy Elsphet. Soy La Madre. Soy Terra. Lo soy todo, y a la vez nada. Soy carne y Diosa. Soy la Vida y la Muerte.
Tomó la mano temblorosa del anciano y la puso sobre su vientre terso y suave.
- Os abandone, os dejé como un bebé sin leche. Siento que haya ocurrido. ¿Pero que clase de hijo rompe el vientre de su madre? ¿Qué hijo se come las entrañas? Ya no hay Tierra. Vuestra expedición lleva dos mil años huérfana en la inmensidad del Universo, y la cuna donde nacisteis es un páramo tan frío y vacío como el de Marte. Sin embargo os ofrezco vivir aquí. Os ofrezco un nuevo hogar, una nueva vida en este planeta, pero no habrá armas ni tecnología, y todos olvidareis de donde venís.
El anciano tembló presa del pánico.
- Es un buen trato, madre… ¡como embajador de La Tierra, lo acepto!
- Un buen trato, ¿verdad?... deja que te cuente un cuento, como los que te contaban tus abuelos, y estos sus abuelos y así hasta el comienzo de los tiempos… ya ocurrió una vez. Tu raza y yo cerramos el trato hace eones. Les ofrecí un planeta vivo, lleno de recursos, pero lo agotaron. Huí, como huí de la Tierra hace dos mil años. Matasteis a los dragones, os olvidasteis de cómo usar la magia. Volvisteis a inventar el fuego, y más tarde las armas, y las máquinas. No puedo confiar en vosotros. No puedo dar más oportunidades a los de tu especie. Y ahora duerme.
La Diosa besó al señor White en los labios, aspirando su fuerza vital, atrapando su alma entre los dientes. El cuerpo vacío del señor White cayó en el suelo, al igual que el del Capitán Red y todos los soldados.
La Diosa se tragó las almas de los humanos, pues estaban corruptas desde el momento de su creación.
Los Dragones sobrevolaron su hogar.
Los animales suspiraron aliviados.
Un planeta a dos mil años luz se apagó, y el Universo no se inmutó.
Y por primera vez en la historia del Cosmos, un Dios lloró.

No hay comentarios:

Publicar un comentario