Hace ya un año que todo se fue a la mierda.
Los terremotos asolaron la superficie, devastando las
ciudades. No tardaron en llegar los tsunamis, dejando arrasadas las zonas
costeras.
Fue entonces cuando los gobiernos comenzaron a comportarse
como capullos. Los saqueos de recursos a países tercermundistas apenas paliaron
las hambrunas. Muchos países comenzaron a ver el estado policial como una
respuesta efectiva a las protestas violentas de esos “hippies” que protestaban
contra el expolio.
Poco a poco, la falta de comida y combustible volvió loca a
la gente, y las barricadas, las manifestaciones y los incendios a los edificios
públicos se convirtieron en el pan de cada día.
Pero todavía faltaba por llegar lo peor. Un día a uno de
esos locos del turbante le dio por apretar el botón rojo. Antes de que el misil
tocase el suelo, decenas de bombas atómicas cruzaban el cielo. La Guerra
Nuclear fue corta. En menos de un mes las grandes capitales habían caído.
Pillajes, Guerras Civiles, embarazadas y niños asesinados
bajo el crudo resplandor verdoso. A la mayoría de la población se le cayó el
pelo y los dientes. Después llegaron los tumores, las quemaduras, los recién nacidos
deformes; decir que se diezmó la población sería ser esperanzador.
Solo sobrevivimos unos cuantos, quien sabe el porqué. Una
vez me encontré a un viejo con bata, lleno de bultos y con la cara medio
quemada que me lo intentó explicar. Algo así como un gen protector en el ADN o
alguna fumada digna de Spiderman o el Increíble Hulk. Que importa eso. Los
pobres diablos que resistimos tuvimos que aprender a sobrevivir.
Yo siempre me había considerado un “tipo duro”. Había
crecido en un barrio lleno de bandas donde los tiroteos no eran habituales,
pero tampoco desconocidos, pero aun así, nadie habría estado preparado para lo
que viví.
Vi a mis hermanos quedarse calvos y desnutridos hasta que
murieron. Mi madre se volvió loca y se colgó un día del ventilador; mi padre le
siguió volándose la tapa de los sesos.
Respecto a Eva… prefiero no recordar el día que se fue de
casa. Supongo que se cansó de verme llorar por las esquinas, de abrir las
cortinas para que entrara el resplandor cenizo del cielo cubierto por la
contaminación o de apartar con los pies las botellas vacías que yo dejaba tiradas
por el suelo de casa. Si hubiese sabido que se iba a marchar… si la sombra del
alcohol no me hubiese impedido ver como crecía su desprecio en sus ojos
marrones…
Cuando piensas en el Apocalipsis Nuclear tiendes a fantasear con Mutantes, Zombies, Vampiros y Superpoderes. La realidad era el hambre, la
enfermedad y el cáncer, aunque sí que surgió algún que otro monstruo. Sin
gobierno, las bandas comenzaron a controlar el área a toda costa, aunque
corriera la sangre por los desagües. Entre ser un esclavo o un cabrón
esclavista, decidí huir.
No tardé en aprender por mi mismo que la diferencia entre la
vida y la muerte residía en cumplir unas cuantas normas.
La primera: No utilizar las carreteras. Se plagaron de
bandoleros sin escrúpulos montados en motos de gran cilindrada y todoterrenos.
Ellos controlan la gasolina y los peajes a las ciudades.
Como segunda lección, huir de las grandes ciudades, donde se
agolpan las enfermedades y las sociedades corruptas.
La tercera regla es sencilla; ve armado hasta los dientes.
Puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Cuarta lección: viaja SIEMPRE solo. Un compañero es otra
boca que alimentar, un ruido incesante y una responsabilidad. ¿Compañerismo?
¿Piedad? ¿Amistad? El invierno nuclear no tiene en cuenta ninguno de esos
cuentos de hada.
Y la quinta regla y más importante… se un carroñero. Aprovéchalo
todo, recicla, construye. Llénate las manos de mierda y sangre si con ello
consigues algo de comida con el que tus tripas se callen un día más.
Algunos me
llaman basurero, ladrón, proscrito, animal antisocial, hiena… cuando solo soy
la verdadera cara del ser humano, sin maquillaje, sin mentiras.
Solo soy un
superviviente. Un antihéroe. Un hombre, un reflejo de la humanidad… o de lo que
queda de ella.
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