Caminé despacio sobre los frangmentos de mi casa.
Todo, todo absolutamente se había evaporado en mitad de la explosión. Solo quedaba polvo y ruinas.
Los objetos practicamente se habían desintegrado, los retratos y las cartas que me enviaron mis amantes ya no existian.
Trozos de cristales se me clavaban en los pies haciendome llorar. En la esquina de lo que había sido mi hogar se podía adivinar el esqueleto de un sillón, el mismo donde dormí y amé a mil mujeres.
El vello de mis brazos se erizaba por el frio del invierno nuclear, incluso dentro del traje especial.
Me senté y jugueteé con un resto de ladrillo que iluminaba la luna llena.
Entonces comencé a reirme.
Toda mi vida se había hecho añicos, todos mis recuerdos, todos mis amigos no eran mas que polvo radioactivo volando en un rayo de luna.
Estaba solo.
Me quité la escafandra y aspiré el aroma de la desolación.
La radiación no huele, ni duele ni se puede sentir, sin embargo percibí mentalmente el daño irreparable que alteraba la cromatina de mis células.
Me tumbé y comencé a contar las estrellas que había en el cielo por última vez.
martes, 19 de enero de 2010
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